Derribar barreras, ahuyentar miedos

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Este artículo lo escribí hace un par de meses para un sitio web donde se comparten y traducen artículos sobre el poliamor y la no-monogamia. Nunca recibí una respuesta, ni afirmativa, ni negativa. No entendí por qué, y es lo que más me cabrea de todo esto. Por eso, pese a que ya hay un par de artículos similares publicados anteriormente por aquí, y que no es del estilo de lo que suelo publicar en el blog por ser excesivamente formal, me he decidido finalmente a publicarlo. Espero que os guste.

Cuando comienzo a hablarle a alguien sobre mi historia personal con el poliamor siempre me gusta recalcar que nunca jamás había oído hablar de las relaciones de este tipo, y así es. Cuando H. me dijo que ya lo había hablado con su pareja antes de zambullirse de cabeza conmigo me quedé de piedra. En primer lugar, por el valor que supone ser tan sincero y el cuidado extremo con el que hay que hablar las cosas para que nadie salga herido. En segundo lugar, porque aquella historia era algo impensable para mí. Quizá para ellos no fuera muy distinto. Ninguno de los tres estábamos preparados al cien por cien para iniciar una relación así. Solamente teníamos claro que nos queríamos: H. estaba enamorado de nosotras dos, y nosotras dos de él.

Esto ocurrió hace aproximadamente unos cinco años. Inmediatamente después, comenzamos a vivir juntos, cosa que genera bastante curiosidad entre conocidos y, por qué no, también entre desconocidos. Evidentemente, no estamos exentos de conflictos y, aunque todo va por rachas, es cierto que al pasar un poco el tiempo, ha habido una serie de problemas que han dejado de ser tan importantes. Pero la convivencia está ahí, acompañada de un día a día que, pese a que no es fácil, es mucho más sencillo de puertas adentro que de puertas afuera. Recuerdo, no obstante, muchos de mis agobios al comenzar compartiendo el espacio con gente que me era casi del todo desconocida: H. y su pareja ya tenían una hija pequeña, con lo que ello supone en una convivencia semi-familiar y eso fue un detalle que tuve que rumiar a conciencia; también mis esquemas de espacio y tiempo libre sintieron la necesidad de experimentar un replanteamiento general al convivir con tanta gente. Pero, sin duda alguna, lo que más agobio supuso para mi estrecha mente fue el sentimiento de culpa. A todas horas.

La situación de relativa normalidad que se ha vivido siempre dentro de nuestra casa no era de ninguna forma equiparable a la sensación de necesitar esconderme 24/7 cuando salía a la calle. Me costaba ir de la mano de H., o que me besara cuando estábamos paseando por nuestro barrio. Me daba la sensación de que alguien conocido iba a aparecer y juzgarnos o criticarnos porque lo que hacíamos, según yo tenía interiorizado, estaba mal. Incluso sentía pánico al pensar que se pudieran enterar en mi trabajo. Esta sensación tan negativa, por supuesto, no me ha ayudado demasiado a crecer. Ahora me escondo mucho menos, aunque sigo guardando con celo los detalles de mi intimidad por decisión y voluntad propia. Y, mal que nos pese, es un aspecto al que muchas personas le dan la espalda, pero para otros muchos es algo muy importante. Te impide estar en paz contigo misma. Socava tu voluntad la mayor parte de tiempo. Y lo que es peor: muchas veces ni siquiera estás preparado, ni tienes las herramientas para enfrentarte a ello.

Reflexionando un poco acerca de los sentimientos encontrados ya con un poco más de distancia encuentro que hay algunas barreras que todavía no he superado. ¿Y por qué me siento así, como si a veces la conciencia se me cargara de culpa, si lo único que he hecho en toda esta historia es intentar amar sin límites? Podría razonar con simpleza y decir que toda la culpa es de la sociedad y la hipocresía que habita en ella, pero en realidad es más mía que de nadie, le incomode a quien le incomode: a veces nos escudamos en el mal mayor para enrocarse en la idea de que no es posible cambiar el curso de las cosas porque ya están demasiado ancladas en nuestra sociedad. Es curioso que vivamos en una sociedad a veces convulsa y en constante cambio, pero que cueste tanto comportarse con la libertad individual a la que todos tenemos derecho. Efectivamente, no nos damos cuenta ni de lo que hemos cambiado ya, ni de lo que está por venir.

No hemos aprendido a vivir en libertad, en paz con nuestro interior. No hemos sabido deconstruir nuestra forma de ver las relaciones ni aceptar nuestro verdadero yo. Y es triste, porque las ganas de romper con lo socialmente aceptado las tenemos ahí, pero muchos no se atreven a dar el paso, mientras que otros como yo tardan años en comenzar a aceptarse y comprender que no hay nada de malo en querer.

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